El semanario inglés The Observer publicó una nota en 2004, en la que concluyó que entre los 50 acontecimientos que no había que perderse antes de morir, estaba ver un superclásico, un Boca-River. El orgullo, deformado en ego de muchos argentinos, recibió con ello un alimento empalagoso para el chauvinismo imperante en estas tierras, y una inyección perfecta para el nacionalismo barato que el deporte despierta en muchos (pero muchos) argentinos, especialmente en el fútbol. Pero lo destacado o llamativo de esa nota, lejos estuvo de convertirse en antídoto para esa enfermedad que invade a casi todos los actores que giran en torno a este deporte. Algo cada vez más tristemente circense, y no por aquel melancólico y noble espectáculo desarrollado bajo esas carpas casi inexistentes hoy, sino por el patentado en la antigua Roma, con más sangre y lágrimas que sudor.
El fútbol argentino concluyó el fatídico 14 de mayo la serie de 3 superclásicos, mucho más trascendentes por lo que estaba en juego que por las expectativas de gran espectáculo que ofrecían a priori. Y esa serie infrecuente de clásicos no ratificó lo publicado por el periódico inglés, aunque sí hubo una muerte en el último partido, la del fútbol argentino. El occiso volvió a morir. Como en una sucesión de decesos interminables que maquillan a nuestro fútbol con supuestas vueltas a la vida, tenían que ser los dos equipos más grandes los que quedaran como actores principales de una nueva farsa y desilusión.
Ocurrió el día que debía ser de homenaje y respeto a un joven futbolista, Emanuel Ortega, fallecido tras una penosa agonía y luego de un accidente en un torneo de ascenso. Sus colegas poco hicieron para recordarlo con respeto, solo un minuto de silencio separados por el círculo central del campo de la Bombonera (¿tanto humo salía de sus cabezas que les impidió ver a sus colegas con la remera de otro color para mezclarse 60 segundos?). Pero tampoco hicieron mucho para honrar su propio día, ya que el 14 de mayo en la Argentina es el día del futbolista.
A pocos se les podía ocurrir que en lo futbolístico hubiera un acierto. Al fin de cuentas los dos antecedentes, el 2-0 de Boca por el torneo infinito de 30 fechas, y el 1-0 de River por la ida de la Libertadores, no fueron partidos de los jugadores como figuras. Los forzados actores principales fueron los árbitros, especialmente por la Copa. Germán Delfino en el Monumental, y todas las especulaciones, lobby e inventos sobre Darío Herrera en la previa de la Bombonera.
La memoria y el archivo ayudan a recordar que Carlos Nai Foino, para muchos el mejor árbitro nacional desde los años 40′ a los 60′, fue el protagonista de un hecho histórico en un Boca- River. El 9 de diciembre de 1962 River llegó a la Boca compartiendo la punta con el local, era la anteúltima fecha. Ganaba Boca y faltando cinco minutos para el final hubo un penal «salvador» a favor de River. Lo ejecutó el brasileño Delem y Antonio Roma lo contuvo adelantándose en forma notable. Dicen que ante el inmediato pero respetuoso reclamo de los futbolistas de River, la respuesta del juez fue: «penal bien pateado es gol». Mensaje clarito e implícito, si hubo dolo del arquero no habría sanción por la supuesta impericia del ejecutante. Justicia ciega y sorda. Pero ese hecho si bien no le quitó a Nai Foino su halo de ser el mejor y casi comenzó la extinción de la llama de Delem (un eximio brasileño que incluso compartió con Pelé la 10 de Brasil), fue motivo de bromas, discusiones, charlas y hasta de un mito. Pero nada más.
Es que River y Boca o Boca y River, eran la máxima imagen y condición (el arte y el músculo) del fútbol argentino. De un fútbol que se jugaba más de lo que se hablaba, que se vivía más de lo que se especulaba, que se enriquecía de talento y pasión más de lo que se avergonzaba de agachadas y «fullerías», como las denominaría hoy con su lenguaje directo de ayer el maestro Adolfo Pedernera.
¿Qué nos pasó? ¿Cómo ha pasado? ¿Los jugadores cambiaron todo? ¿Los técnicos, sus urgencias y temores lo hicieron? ¿Los dirigentes y sus negocios son los mayores responsables? ¿Los hinchas comunes que mutaron en no tan comunes con sus intolerancias y frustraciones son culpables? ¿Fueron las barra bravas que entendieron el mecanismo de cómo meterse en el negocio y arruinaron el fútbol? Imaginar un descalabro tal sin el aporte de todos los sujetos de la historia devenida en crónica negra es imposible.
Pero no puedo no detenerme en otro actor, nosotros, los periodistas, y en otro vehículo indispensable, los medios, sin adjudicarles su cuota parte en este problema. Desde la construcción de la noticia que no es, hasta la comercialización de lo berreta e intrascendente por el solo hecho de que supuestamente vende o «es lo que la gente quiere y consume».
Es imposible sin un bombardeo incesante de imágenes desde todos los ángulos que no se convierta en actor principal Germán Delfino, quien tuvo una sola imagen y una décima de segundo para sancionar. Esto pasa obviamente porque de juego, de fútbol, no se habla. Porque en muchos casos según los que saben vende menos que lo otro, o porque estuvo ausente y entonces para qué hablar del juego si ya no existe. Cuando en realidad siempre existe. Desde el lugar que sea, pero existe. El alma del fútbol es el juego y sin alma no se va de acá para allá. Aceptar que el juego no existe y que la verdad es todo lo accesorio sería el primer paso para matar al periodismo de verdad, desde el propio periodismo.
Después de Delfino aparece en escena la próxima víctima por venir: Darío Herrera, el del segundo capítulo. Entonces surgieron sobre la mesa todos los archivos para mostrar qué había hecho (con Boca y con River). ¿Y eso nos iba a revelar qué haría? ¿Todo eso que los antecedentes dicen que «perpetró» se supone que lo iba a repetir? Sólo bajo esa lógica de los medios se comprende que se use de esa forma el archivo, que los periodistas no usamos para recordar alguna pontificación propia nunca cumplida.
Los Boca-River o River-Boca tuvieron sus perdedores para analistas, hinchas y futbolistas, y fueron los dos árbitros, uno consumado el hecho y el otro por las dudas. Los periodistas y los medios, por distintas motivaciones pero la misma razón, lo definieron así, más que cualquier otro jugador de este juego.
Pero ahora sin los árbitros, los dirigentes y sus pequeñeces, la AFA y la Conmebol con sus penosas decisiones, el bochorno en la cancha de Boca abrió una nueva puerta para los comunicadores profesionales y los medios comerciales y masivos. Y empieza otro partido que consumirá horas y horas de cámaras, audios, páginas y mucha web.
Todos suman para esta gran resta, pero hay actores que deberían empezar a pensar en montar otra obra ya que esta larga mal olor desde ese escenario. Y así quedaron 45 minutos sin jugar que en realidad no darían ganas de ver, por lo menos para nosotros. Y así los jugadores dejaron de ser lo más sano, los dirigentes no son creíbles, los barras hace tiempo que son delincuentes y los hinchas dejaron de ser comunes para ejercitar esa violencia muda pero certera al fin. Los medios compiten ferozmente sin medir que lo que se lanza no siempre se sostiene y los periodistas perdimos de vista lo esencial del oficio, para caer en lo fatuo del protagonismo o la complacencia que solo conduce a la complicidad.
Los especialistas y colegas de The Observer no mintieron. El superclásico era, o fue, algo que no había que perderse antes de morir. Por lo de adentro y por lo de afuera. Ahora en realidad habría que cuidar la salud para vivir muchos años sin necesidad de ver algún Boca-River, excepto que uno quiera meterse en un mundo falso que tiene una sola certeza: la pelota es redonda. Todo lo demás es cuadrado y sin corazón. Adentro y afuera.
El articulo es excelente, pero nada se solucionara, pues no hay voluntad para hacerlo, y si lo hicieren se acabaria el circo para muchos y por lo tanto prebendas y negocios
Julio. Muy bueno. Comparto, además, que hemos llegado a un punto en que antes de esperar las soluciones estructurales vienen los actos de conciencia. Los aparatos más infernales, fascismos, estalisnismos, gigantescas y todopoderosas burocracias sindicales se han derrumbado cuando la conciencia colectiva se iluminó por un hecho que puede parece ser menor en el historial de estructuras plagadas de corrupción, autoritarismo, machismo, falso orgullo, y lisa y llana delincuencia criminal. Claro, para que esa iluminación pudiera suceder hicieron falta miles o millones de iluminaciones individuales previas, tomas de conciencia de que hace demasiado transgredimos límites que no deberíamos haber transgredido.