Nadie lo había visto antes, ni siquiera merodeando, por el hotel donde se concentraba la selección de Holanda para ese partido final de la Copa del Mundo de 1974. Ni allí, ni en ningún otro lugar que albergara a los conducidos por Rinus Michels. Más aún, nadie recuerda haber visto a ese hombre que parecía misterioso, con pinta de perdedor serial, pero que transmitia serenidad y confianza, hablando con Johan Cruyff.
Y precisamente Cruyff, la gran estrella del fútbol Mundial ya antes de que se jugara esa final de Alemania 1974, prestaba atención y asentía con movimientos de su cabeza ante cada explicación de ese extraño personaje, a quien nadie había visto por allí y nadie vio nunca más.
Faltaba muy poco para la gran final. Holanda largamente había asombrado al mundo con su fútbol en cada mínimo rincón del campo. Con un juego que se hacía vertical y pasaba a ser circular ratificando que la posesión no era negociable, generaba el espejismo de que todos jugaban de todo. Ese equipo tenía que afrontar su último ejercicio examinador para, bajo las reglas del deporte mundial, coronarse y así validar ante los ojos del ambiente futbolero su condición de El Mejor.
Nadie olvidaba sus pasos previos a esa final, venciendo con danza naranja a Argentina con un 4-0 contudente, ni tampoco la lección de juego a los inventores del juego, Brasil, con un 2-0 piadoso al final. Y que finalizó con los tobillos de los holandeses milagrosamente indemnes tras el concierto de golpes ensayados por los sudamericanos. Y todo el tiempo aparecían secuencias de las victorias y lecciones de funcionamiento y generosidad ofensiva en los partidos frente a Uruguay, Bulgaria y Alemania Democrática (sólo Suecia le robó un 0-0 en la primera fase).
Holanda en ese lapso de junio/julio de 1974 estaba logrando algo que no todo el mundo del fútbol entendía integralmente. Estaba reinventando el juego y convirtiéndose en la bisagra de este deporte. El otro fútbol, maravilloso y gentil, generoso y luchador ante los cerrojos defensivos, había coronado su época en México 70, con el ballet brasileño de los cinco 10 en su delantera (Jairzinho, Gerson, Tostao, Pelé y Rivenlino). El mundo necesitaba que otra quimera se convirtiera en realidad. Era tiempo de que surgiera una nueva utopía para refundar la era de los sueños materializados en la forma de una pelota y dentro de un campo. Y esa utopía requería de un Mesías con corte de pelo de rockero y piernas de Nijinsky, con inteligencia einsteniana extraña a su condición de futbolista y convicción a prueba de exceptisismos futboleros. Ese lugar estaba destinado a Johan Cruyff.
Pero en esta historia real que cuentan los libros, y a la que vimos muchos por TV o en las canchas, ¿qué tendrá que ver esa supuesta visita de ese ser desconocido a Johan Cruyff en las horas previas a la gran final ante Alemania? Si es que existió realmente, o…
Lo cierto es que esos, supuestamente irreverentes por el fútbol que desplegaban, siendo los más tácticos de los tácticos y a la vez los más libres de todos los seres liberados por el toque y la gambeta, estaban ante la gran oportunidad. Esa que los ponía frente a la firma de la escritura que los haria poseedores del fútbol que vendría. Porque así es el deber ser de deporte ¿no? Y del fútbol en especial ¿cierto? Desde el comienzo y hacia el futuro más lejano. Sólo sirve el que triunfa. Así lo dicen los que adoran el trofeo, quienes se sienten dueños de todas las voluntades propias y de las ajenas. Porque se sabe que los propietarios del negocio y los que colman tribunas y gradas se odian pero se sientan a la misma mesa a la hora de alabar al que gana y condenar al que no lo hace.
La final, al final, fue la más corta de la historia de los mundiales. Duró apenas cinco minutos. En esos 300 segundos pasó todo lo que debía pasar conceptualmente. Más de un minuto integro estuvo Holanda con la pelota y Alemania observando sin entender. Con Johan Cruyff en posición de último hombre pero parado casi en mitad del campo, se le dio la primera y última gran lección a todo el mundo del fútbol que quisiera entenderla. Posesión, circulación, toque seguro, sociedades, y aparición del señalado sin que los señaladores pudieron evitarlo. Cruyff, desde el medio hasta ingresar al área era el objetivo a frenar, y apenas pudieron hacerlo en la zona de rigor. Penal y gol. Ahi terminó la final de la enseñanza al mundo del fútbol. Nada debe durar demasiado para que sea entendido eternamente.
Luego ganó Alemania el partido, la final en su casa. Y se vio todo lo rutinario y de manual que se desarrolla en estos casos. Lo que quedó en el backstage es lo que trascendería, esas lecciones de juego que dio Holanda durante la Copa del Mundo. Lo que explicó sin hablar en cada clase Johan Cruyff, con sus movimientos y la consecuencia en sus compañeros, fue la fundación del nuevo fútbol.
Esta historia verdadera que nadie podrá negar porque está en los textos y en las imágenes puede, si se quiere, tener un costado de ficción en la zona de las realidades que se convierten en sueños. Todo lo contrario a lo que proponía Cruyff & Cia en el campo.
Nadie puede asegurarlo, pero ese ser con pinta de perdedor que habló a solas con Cruyff antes de la final, le habría dicho que Holanda debía dar de entrada una señal que sintetizara todo lo que había hecho hasta ahí, pero que era imprescindible que perdiera la final. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué puede haber más trascendente que un nombre escrito en un trofeo? ¿Qué es más importante que las estadísticas y los números a favor?
Tal vez, si fuera cierto, lo convenció de que su revolución necesitaba que desde ese día y hasta el final de los tiempos, el fútbol debía hablar más del perdedor que del ganador.