El fútbol también permite el revisionismo. El juego del fútbol deja un espacio importante para esa circunstancia de la investigación y posterior acomodamiento de las hechos en el lugar correspondiente. Al mismo tiempo se puede hacer un ejercicio de trasladar procesos y jugar a las comparaciones con lo que se vive en estos tiempos. Por ejemplo con la Selección Nacional, lejana de una conquista mundial (29 años), pero más lejana aún de un fútbol distintivo como lo tuvo en otros tiempos, y de una identidad en lo colectivo (aunque los jugadores argentinos la mantengan en general, jueguen donde jueguen).
Y si del juego del fútbol se trata y de selecciones nacionales corresponde, lo ideal es empezar y terminar en una trilogía maravillosa que posiblemente haya quedado en el podio con ubicación arbitraria de acuerdo al analista de turno, a partir de sus exigencias en cuanto a estética, táctica, estrategia y efectividad. Hungría 1954, Brasil 1970 y Holanda 1974.
Lo húngaros y los holandeses no fueron campeones en los mundiales citados, pero esas selecciones dejaron una marca tal que es imposible no considerarlas iconos del fútbol de todos los tiempos. Y lo que es más trascendente aún, esas selecciones, junto a la de Brasil 70 (que sí fue campeón en el Mundial de México), definieron estilos muy particulares y algo que es el eje de este ejercicio futbolero: los cinco delanteros de cada una de ellas podían llegar a jugar en todos los puestos de ataque. Estrellas subordinadas a la misma constelación.
La selección húngara que jugó el Mundial de Suiza 1954 no llegó a esa competencia como la Cenicienta ni mucho menos. Hungría había conquistado la medalla de oro olímpica en Helsinki 1952 y llegó a Suiza con un invicto de 28 partidos. Pero además, el fútbol de ese país europeo era considerado y denominado como el ¨sudamericano¨ de ese continente. Por priorizar lo técnico por sobre lo físico, por la similitud en la insistencia del toque y la gambeta por sobre el roce y el pelotazo, como se insistía en Argentina, Brasil y Uruguay, especialmente, y en clara diferenciación con las potencias europeas (Italia, Inglaterra y Alemania).
Hungría era la apuesta de Europa ante la amenaza de los finalistas del `50, Brasil y Uruguay, y con la Argentina ausente (como en Brasil 1950, por decisión política del peronismo).
Era una verdadera máquina de hacer fútbol esa Hungría. Y lo conseguía por supuesto de atrás hacia delante, pero con un quinteto como se estilaba en esos tiempos: malabaristas con obsesiones de efectividad (algo extraordinariamente difícil de conseguir para que el fútbol no se convierta en fulbito). Sandor Kocsis, József Bozsik, Nandor Hidegkuti, Ferenc Puskas y Zoltan Czibor eran los cinco a repetir de memoria pero también cada uno de ellos era un equipo en sí mismo por la convicción en una idea de juego. Al mismo tiempo todos podían jugar en casi todas las posiciones de ataque, por la genética de sus juegos y sus condiciones técnicas.
En el Mundial de México 70 apareció un seleccionado que no sólo maravilló al mundo con su juego sino que dejó una marca para muchos como el mejor de todos los tiempos. Sin dudas y como marcamos al comienzo, se lo puede ubicar allí o no, pero nunca fuera de ese podio.
Esa selección de Brasil tenía un quinteto de ataque con el mismo maravilloso espíritu que animaba a los húngaros del 54. Jairzinho, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelino. Cada uno de ellos lucía el 10 en su equipo, y de acuerdo a su posición en esa delantera de selección era: Botafogo, San Pablo, Cruzeiro, Santos y Corinthians. En cada uno de esos conjuntos brasileños ellos eran los armadores, goleadores, figuras a neutralizar por el rival. En la selección de Zagallo eran piezas de una máquina de hacer fútbol pero al mismo tiempo se subordinaban a la misma idea de juego y a usar cualquier número en la espalda y ocupar distintos lugares en el campo. Fueron la máxima expresión de juego pero también la más grande adecuación de una constelación de estrellas a una necesidad de equipo.
Brasil en el Mundial de México 70 no tuvo un pasaje sencillo ya que debió luchar mucho para llegar a la final, basta recordar secuencias de sus partidos con Perú, Uruguay o Inglaterra. Pero al mismo tiempo en ese traslado y en la superación de obstáculos fue fortaleciendo su idea y su funcionamiento, y como ocurre con los grandes equipos que dejan una marca en los libros, Brasil goleó en la final al icono de las selecciones europeas y máximo indicador del fútbol físico y de marca: Italia.
Brasil pasó a la historia como el equipo de los 10. Sus cinco delanteros de ataque jugaban de lo que necesitaba el equipo, y básicamente respondían a un mandato ineludible que provenía del juego que sentían y podían adaptarse a todo. Ratificando lo que sostienen muchos entendidos en todos los tiempos: el fútbol es uno solo y los buenos jugadores juegan de cualquier manera y en cualquier circunstancia.
¿Qué le faltaba al fútbol mundial entonces, para sorprendernos aún más? ¡Casi nada, la aparición de Holanda!
Desde un tercer escalón en Europa, sin historia en ese juego con la pelota, un balón, un esférico, de acuerdo a los relatores o periodistas de cada época; los holandeses coronaron en Alemania 74 un proceso que venía de arrastre con el fútbol como materia en la escuela inicial e intermedia y luego con una idea que iba a ser superadora del exitismo.
Todo ese proceso previo con muestras de que surgía una nueva fuerza futbolística, tuvo su grandiosa presentación en sociedad en Alemania, que en 1974 podía organizar por primera vez un Mundial.
Holanda fue denominada la Naranja Mecánica (rótulo cinematográfico por la película de Stanley Kubrick de 1971) pero también “El fútbol total”, mucho más cercano a la realidad aunque con matices. Todos juegan de todo, se decía, por eso es tan difícil controlar a ese equipo. Dentro de esa verdad está escondida una pequeña mentira, que no alteraba el producto por supuesto. En esa Holanda todos jugaban de lo que debían jugar, aunque lo hicieran dentro de un esquema de juego ni lateral ni vertical, sino circular donde el equipo se movía en un bloque perfecto y sincronizado. Eso al mismo tiempo no impedía que surgiera la creatividad y el talento. Era la perfección porque el juego no se subordinaba al sistema sino que era al revés aunque pareciera lo contrario.
¿Qué acerca a esta extraordinaria selección a la de Hungría 54 y a Brasil 70, si parecen tan distintas? Fue la bisagra que realmente cambió al fútbol mundial. Se podía jugar haciendo un culto a la técnica con otra velocidad y dinámica. Pero no todo el tiempo y en todas las circunstancias. Ah, y se podía dejar un legado que perduraría en el tiempo. Por ejemplo creando la nueva genética en lugares con confusión futbolística aunque materia prima dispuesta: el Barcelona primero y luego la selección de España, por ejemplo. Dos claros ejemplos de la influencia de la escuela holandesa.
Pero volviendo a aquel equipo del 74 y al hilo conductor con Hungría 54 y Brasil 70. Holanda como estos dos tenía dentro del fútbol total, un quinteto de ataque, si se quiere en este caso más sui generis, pero integrado por jugadores que podían actuar en cualquiera de las cinco posiciones, y que antes y después de ese Mundial, lucieron la mayoría de ellos el número 10 en su espalda o por lo menos desarrollaron esa función de armadores, excepto Rep.
Johnny Rep, Johan Neeskens, Johan Cruyff, Wim Van Hanegen y Rob Rensenbrink le daban forma a un arbitrario e imaginario quinteto de ataque y sin pretender desde aquí minimizar el funcionamiento de un equipo inédito e irrepetible, en ellos se pueden encontrar los grandiosos fantasmas del juego del fútbol materializados en futbolistas distintos que pueden subordinarse a una idea con las mismas convicciones. En esa Holanda la síntesis de ese concepto lo daban los números 10 del Ajax y del Feyenoord, nada menos, los grandes equipos de esos tiempos en Holanda. Y sus grandes estrellas: Cruyff y Van Hanegem, respectivamente.
A los grandes equipos los forman los grandes jugadores. Todos ellos necesitan de un técnico audaz, o que por lo menos entienda que se puede y se necesita hacer para generar un cambio profundo o de 180 grados. Hungría tuvo a Gusztáv Sebes (conductor durante una década, 1947-1957) y Brasil a Mario Zagallo, pero seguramente Rinus Michels, el DT de Holanda y padre de la criatura, fue el de mayor incidencia en un proceso.
Audacia y grandes jugadores. Todo subordinado a una idea y sostenido por convicciones. Y en este juego de jugar con el fútbol y sus posibilidades ¿por qué no hacerlo desde los nombres de los futbolistas y proyectarlo? Si de grandes jugadores se trata y descontando que estos pueden encarnar lo que hicieron esos húngaros del 54, esos brasileños del 70 y los holandeses del 74 ¿qué le impide a los argentinos ir detrás de una utopía? Subordinándose a una idea y adaptándose al juego.
Cuan cerca y cuan lejos puede estar la Selección Argentina de un revulsivo de este tipo, más aún teniendo en cuenta lo que pasó y lo que pudo haber pasado en Brasil 2014. Más aún teniendo en cuenta lo que viene, lo que queda por delante y los grandes jugadores que de aquí en más estarían viviendo sus mejores momentos.
Ya no tenemos chances de formar un equipo como aquellos que recreamos, un poco porque los 10 están en extinción y otro poco porque para generar algo como aquello se necesita más audacia que antes.
Pero ¿porqué no imaginar el equipo de los nueves? Por qué la Selección no podría tener su quinteto fantástico. Messi, Tevez, Higuaín, Agüero y Di María (el único “infiltrado”, excepto que irrumpan Icardi, Dybala, o Vietto por ejemplo).
Sí, de acuerdo, imaginamos las conclusiones previas, por supuesto. No va a funcionar, le falta equilibrio, quién marca, quien administra los egos y…
Con las fórmulas conocidas es posible lograr algo, mucho o todo. Con las fórmulas conocidas se llegó a la final de un Mundial en Brasil 2014, y hasta se pudo haber ganado.
Con las fórmulas conocidas será muy difícil ganarle al tiempo y quedar en la historia.
Y para el fútbol argentino el desafío podría ser ese. Como lo fue para aquellos grandiosos soñadores húngaros, brasileños y holandeses. Convertir un sueño en realidad no deja de ser, algunas veces, ganarle a una utopía.
Muy buen enfoque. Que haya más.
Grande, Julito.